De entre los muchos efectos y consecuencias de esta pandemia, que lo ha trastornado todo, es justo reconocer que no todo ha sido negativo. La necesidad de confinar y mantener distancias en previsión de contagios ha forzado, de paso, un salto inesperado en la digitalización de procesos administrativos y en el desarrollo del teletrabajo, la teleasistencia (sanitaria) y la enseñanza telemática; actividades que antes se llevaban a cabo de forma necesariamente presencial, hemos descubierto ahora que se pueden hacer por videoconferencia, con resultados muy similares o incluso mejores, en algunos casos, en términos de eficacia. Realmente ya lo sabíamos antes, pero históricamente los cambios no se convierten en definitivos e irreversibles hasta que no se producen situaciones de crisis, como cuando, durante la primera guerra mundial, el coche sustituyó el caballo como medio de transporte preferido de los seres humanos, cosa que a nadie se le habría ocurrido antes de la guerra.
Es evidente que la tendencia a la digitalización de procedimientos necesarios para la vida en sociedad (como el hecho de que ya sólo se puedan realizar determinados trámites legales mediante internet) y la difusión de la videoconferencia como herramienta de trabajo funcional requieren unos mínimos recursos económicos y competenciales que no se encuentran al alcance de todos. Nuestra sociedad es compleja y diversa, y cualquier cambio que altere el precario equilibrio del sistema hace exudar las profundas diferencias que ya existían.
La cara oscura de la moneda son los que han quedado excluidos de este nuevo salto, los que no tendrán acceso a estas nuevas posibilidades, bien porque no pueden costearse los recursos informáticos o el acceso a internet, bien porque no tienen la experiencia o conocimientos necesarios. Huelga decir que esta «brecha digital» puede tener consecuencias catastróficas en términos de igualdad y derechos fundamentales: no se habla mucho estos días, pero los niños y niñas de familias más desfavorecidas se verán privada, con consecuencias tal vez irreversibles, de su derecho fundamental a la educación. Y hablamos de los niños y niñas, porque son los más vulnerables, pero muchos otros sectores de la sociedad tampoco podrán superar esta «brecha digital», como personas mayores o con pocos recursos en general.
Este es uno de los riesgos del progreso: siempre hay los que no pueden seguir. Como todos los esfuerzos se concentran ahora en las medidas contra la pandemia, no los queremos ver, pero están ahí y se les debe ayudar.
Precisamente, cuando la «brecha digital» se ha hecho más evidente, debemos convertir también este efecto colateral en una oportunidad para solucionar el problema. Corresponde a la sociedad en general asumir esta necesidad. Las administraciones y empresas deben asumir el reto de homogeneizar recursos y competencias en relación con internet, y el Día de Internet es un buen día para recordarlo. No nos podemos permitir de ninguna manera construir una sociedad en la que internet sea necesario para vivir plenamente, pero haya personas que no tengan acceso. El principio de igualdad de oportunidades, más que un principio, debe ser una realidad palpable. Sobre todo, a partir del momento en que, por necesidades imperiosas, lo hemos tenido que virtualizar casi todo.